Lo que lo cortés no quita

por Eduardo Flores

La respuesta a sacudir un avispero es tatuarse de ronchas el pellejo. En cualquier caso, a las avispas también las quiere Dios. Al fin y a la postre, son, como nosotros, sus criaturas. Nos diferencia -fuera el tamaño y las alas- la capacidad de discernir. Esto comprende el diálogo. Otra cosa muy distinta, costumbre de la progresía posmo y no tan posmo, es llevar el debate al laberinto que es el agujero negro que devora la razón. Nace el alimento para quienes ésta representa el fin de su ser. Y a continuación verán que lo de ser o no ser, es la cuestión.

Así está ocurriendo con la ‘Ley Trans’. 

Al tiempo que se retrasaban asuntos importantes de índole social -como la derogación de la última reforma laboral o la ley de pensiones, se me ocurre-, Irene Montero, ministra de igualdad, se empecinaba en sacar adelante un texto, a priori, en favor de conceder al colectivo transexual ciertas garantías de bienestar en la sociedad. Y hasta ahí bien, mejor que bien. La urgencia puede ser más o menos discutible, claro. Porque legislación al respecto no falta. Y porque ser pobre, se me ocurre también, está peor visto y peor llevado, que ser hombre y vestir falda, por ejemplo. Si acumulas euros y te vistes de lagarterana no vas a tener ningún problema, ya te lo digo yo y quienes para alimentarse acuden a un comedor social. 

La urgencia, sin embargo, no es el problema. Lo es pasarse de rosca. Y lo sería si mañana, servidor, hombre blanco de clase trabajadora, se sintiese de súbito Norma Duval y sin más trámite que la voluntad y una firma, de la noche a la mañana, pudiese beneficiarse de las verdaderas políticas de igualdad que se aplican, por decir, en mi empresa, y que procuran la desaparición del famoso techo de cristal o favorecer la paridad. Lo que viene siendo: uno menos uno igual a cero. Adivinen quién sale perjudicada en esta fácil ecuación cuya incógnita (el problema real de base) ha sido borrada. 

Hemos superado como sociedad la aceptación de la identidad de género. Algo que en nada contradice la realidad del sexo. Complementa, más bien. Nacemos hombres o mujeres, salvo casos muy anecdóticos a los que la ciencia se enfrenta desde un conocimiento muy avanzado. La ciencia, precisamente, que el borrador (nunca mejor dicho) de la ley trans ignora de forma despiadada. Como parida de lo peor de la derecha política. 

La identidad es un derecho por mera concepción. No hay registro que pueda cambiar algo así. Si estoy en mis cabales y aun así me creo Napoleón y me visto como tal, ¿cuál es el problema, si no es el de la estrechez de quien me mira desde la estulticia? Ningún tipo de burocracia va a solucionarme las consecuencias de mi ser napoleónico. No me va a facilitar la conquista de Europa para la creación de mi propio imperio, por otro lado, una idea del todo disparatada; punible, en principio, desde la legislación internacional. 

Al borrador objeto del asunto no le faltan detalles de estupidez supina. Se pasa a los profesionales de la salud por el Arco del Triunfo, no les han dejado vela para este entierro del sentido común. Dieciséis años de edad no le cuentan nada de la vida al bicho humano; mucho menos si cabe, al respecto de una voluntad para cambiar de sexo; todo ello sin la mediación multidisciplinar de una medicina que podemos considerar avanzada: capaz de acercarse desde todos los flancos a la posibilidad de hacer una mujer de un hombre y viceversa. Insisto, acercarse, no más. Cuando la necesidad exige –casos muy muy particulares de obligado y profundo tratamiento-, en exclusividad, la actuación de la medicina; y no el deseo, que ya sabemos que es esa bolita que va y viene. 

Estar en contra de la ley trans no me hace tránsfobo. Lo tengo muy claro. Como el Napoleón de líneas más arriba -hiperbólico, aclaro, para los más susceptibles-, merecen todo mi respeto y el de la sociedad; por justicia. Esta ley, sin embargo, tiene mi rechazo como ciudadano. Quizá enmendando el buenismo -ya característico del Podemos de Pablo Iglesias- del que parte y, en consecuencia, un texto menos visceral y más razonable, cambiaría de opinión. Legislar para una sociedad en virtud de su bienestar siempre es motivo de celebración. No es el caso, tristeza más bien. 

Tristeza por cuanto daña una forma de gobernar que en muchos aspectos ha sabido favorecer a quienes por cuestión de clase son los más perjudicados de la imposición neoliberal. 

¿No es, acaso, sospechoso, el consenso entre los extremos del espectro político, VOX y Podemos, en lo necesario de una ley tal cual se está planteando? Hazte Oír, estimado lector. Porque para los primeros, el colectivo gay nunca ha dejado de ser esos maricones y bolleras de mierda, esa desviación. Tan contrario a principios y altos valores de su Grande y Libre. 

Piensen en quiénes son borradas por el borrador. Observen si es imperiosa la necesidad, en función de la legislación vigente para el colectivo transexual. Después, ármense de valor y pregunten a sus hijos adolescentes sobre qué saben acerca de esto, por los medios que dicha información los ha puesto en la siempre jodida tesitura de la duda a nivel existencial. Verán, si sus criaturas son lo suficientemente inquietas, que se encuentran como una gallina en una termonuclear. 

En último lugar, y aquí un breve resumen de mi historia sobre todo esto, no opinen desde el titular y el retuit. Construyan un criterio razonable. Porque en este extremo, la violencia, ya está haciendo de las suyas. 

Créanme, no me ha sido nada fácil -más de un año tratando de entender- fabricar una balanza en la que, tan controvertida ley, tal cual está en borrador, son plumas de gorrión rematadas en punta con acero de Damasco. Desde la perspectiva social, una trituradora; de forma filosófica humanista, un error intencionado que nos encamina a ese futuro tan divertido que mi más imaginativo pesimismo nos dibuja.


Eduardo Flores, colaborador habitual de La Mar de Onuba, nació en la batalla de Troya. Es sindicalista y escritor. En su haber cuentan los títulos Una ciudad en la que nunca llueve (Ediciones Mayi, 2013), Villa en Fort-Liberté (Editorial DALYA, 2017) y Lejos y nunca (Editorial DALYA, 2018).

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