Las lecciones que nos enseña la democracia occidental

Shutterstock
Javier Barnes

Nunca se había hablado tanto de democracia. Al fin y al cabo, la democracia es al sistema político lo que el PIB a la economía: un indicador de salud de los poderes públicos. Y, al mismo tiempo, nunca había reinado tanta confusión.

Para conjurar esa situación los expertos parecen desbordados intentando explicar de modo cada vez más asequible y divulgativo en qué consiste la democracia que nos hemos dado. El último título se debe a Sabino Cassese, La democracia y sus límites. Y, sin embargo, ello no basta.

Acaso a la falta de cultura política se unan algunos intentos de colar por la puerta de atrás una versión partidista o deficitaria de la democracia. De entrada, en efecto, pocos parecen distinguir hoy entre tantas especies y adjetivos: democracia liberal, indirecta o representativa; democracia directa o plebiscitaria; democracia popular; democracia iliberal; deliberativa…

Ciertamente, no existe un único modelo de democracia y los procesos y contextos en que ésta se proyecta son diversos, aunque las democracias occidentales participan de principios comunes. Pero el problema es que parece una confusión inducida:

  • De un lado, sirve para ocultar el evidente déficit democrático que subyace a tantas prácticas (con la devaluación del parlamento a la cabeza y la paralela deriva autoritaria dentro de los propios partidos);
  • De otro, pretende sustituir el modelo democrático consagrado en las Constituciones occidentales por el más “rebajado” que algunos sueñan con darse.

Y frente a ello, ¿qué lecciones pueden extraerse de nuestras tradiciones constitucionales? ¿Qué podría recordarse ahora en nuestro caso? He aquí algunas:

Es representativa

La primera de las lecciones es que la democracia occidental es parlamentaria o representativa, esto es, indirecta o “delegativa”. Pero “democracia representativa” significa mucho más de lo que parece, ya que tal expresión constituye una abreviatura que resume otras cosas. Para empezar, no consiente que un simple voto de más pueda legitimar grandes cambios, como parecen creer algunos movimientos populistas, sean “territoriales” o no, porque la democracia occidental garantiza el pluralismo, la igualdad, la centralidad de las libertades, el respeto de las minorías, el diálogo y la primacía del Derecho (cuya vulneración por cierto constituye un acto contrario a la democracia).

La democracia representativa es superior y más genuina que la democracia directa. Salvo a ciertos niveles (local o regional) y en determinadas modalidades (consultas, encuestas), o como poder constituyente, la democracia directa o plebiscitaria presenta serias limitaciones, tanto por la fácil manipulación en que puede incurrirse por más de un concepto (de ahí que haya sido instrumento preciado de los regímenes autoritarios), como por la simpleza de su enfoque (sí o no), incompatible con la complejidad del gobierno contemporáneo, y, desde luego, por su irreversibilidad (pues no admite matices posteriores, que sí permite el parlamento, a medida que se plantean los detalles). Baste recordar el Brexit para decirlo todo.

Como dijera Manuel Chaves Nogales en 1941, testigo directo de las tragedias de su época, “no hay más que una verdad. Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de una asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia.”

La soberanía nacional

En segundo lugar, la soberanía nacional reside en el pueblo en su conjunto, y no en una parte fragmentada del mismo, con exclusión del resto (del mismo modo que los vecinos del quinto no se pueden segregar de la comunidad de propietarios aunque casi la mitad del piso esté de acuerdo, sino que tendrán que luchar por cambiar las reglas democráticamente aprobadas que establecen la pertenencia obligatoria para entre otras cosas compartir gastos comunes).

De esa premisa se sigue, primero, la necesidad de un debate real en el parlamento –abierto por definición a incorporar aportaciones ajenas a las promovidas por el partido en el Gobierno-, y, segundo, el sesgo autoritario que presentan consultas excluyentes (como la auspiciada por el independentismo), en las que a un tiempo se decide convocarla, quién participa y quién no, cuál es la mayoría necesaria de participación y de votos afirmativos, y cuál es el sentido, vinculante o no, del resultado. Un traje a la medida en función de datos previos, con apariencia de democracia.

Investidura

Como tercera lección, la democracia nos enseña que la institución de la investidura en el parlamento de un Presidente de Gobierno no puede usarse para bloquear la formación de Gobierno, si el partido vencedor no cuenta con mayoría absoluta. La Constitución en esos casos da la oportunidad de que otras fuerzas puedan presentar una alternativa de Gobierno. Pero si no lo consiguen, no cabe otra opción democrática que abstenerse a partir de la segunda vuelta. El voto depositado por los ciudadanos en los restantes partidos no puede utilizarse como veto.

Por lo demás, debe recordarse que es al pueblo, no a los afiliados, al que corresponde elegir al Presidente, a través de sus representantes (lo que vale también para el parlamento europeo). Aunque el partido haya propuesto como jefe de filas a un determinado candidato, es el parlamento el que tiene la última palabra, de modo que para la investidura cabrían acuerdos que implicaran movimientos dentro de un partido.

Ahora bien, investido el Presidente, éste no podrá gobernar por decreto-ley, porque la falta de mayoría absoluta no justifica el uso de esta forma de regulación excepcional, que prescinde de la deliberación y votación en el parlamento de cada una de sus medidas. Habrá de debatirse cada proyecto y aprobarse con el apoyo del grupo o grupos parlamentarios que se consigan en cada caso.

La (devaluada) función democrática del Congreso de los Diputados

Por último, el Congreso de los Diputados es la cámara legislativa que tiene por objeto “pensar y decidir en clave global”, esto es, a la luz de las necesidades del conjunto de la sociedad, y no de los intereses locales o parciales. No es el foro donde debatir las diversas posturas de cada pueblo o comunidad, función que corresponde a la otra cámara, al Senado.

La legislación electoral vigente ha convertido, sin embargo, el Congreso en un auténtico senado, privándole de facto de su capital función democrática. Que un partido en una sola circunscripción, sin vocación ni implantación nacionales, tenga fácil representación en el único órgano legislativo al que se le encomienda ponderar los intereses globales del Estado, y pueda imponer en el Congreso elementos parciales y locales, es un verdadero despropósito. Y así todos pierden, la suma y las partes, por menoscabar un pilar de la democracia representativa.


Javier Barnes, Catedrático de Derecho Administrativo, Universidad de Huelva. Recibió el Premio Internacional de Investigación Humboldt 2016/2017 ("Premio Humboldt"). Su investigación se centra en el derecho administrativo comparado. Entre sus trabajos más influyentes están el Procedimiento Administrativo y la Revisión Judicial en Vista Comparativa; Propiedad, expropiación y responsabilidad del estado; Principio de proporcionalidad en Europa; Nuevos desafíos y desarrollos en derecho administrativo, y tercera generación de procedimientos administrativos.

Sea el primero en desahogarse, comentando

Deje una respuesta

Tu dirección de correo no será publicada.


*


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.