La transición: confesiones para párvulos y desmemoriados

Juan de Borbón, padre de Juan Carlos I

Ginebra, 17 de octubre de 1975. El teléfono sonó dos veces aquella tarde. Los mensajes, aparentemente contradictorios, se complementaban. El primero en llamar fue Carlos Godó, dueño de La Vanguardia Española, uno de los empresarios de prensa más liberales de la época franquista. “Escuche Adrián: el Rey está en Lausana. En fin, me entiende, me refiero al padre del Rey, quiero decir, del Príncipe. Me entiende, ¿verdad? Por favor, vaya a verle de mi parte. Dígale que el conde de Godó le saluda muy cordialmente. ¿Me comprende? Muuuy cordialmente … “.

La matización parecía superflua; el tono de su voz reflejaba perfectamente los sentimientos. Por poco se me olvida que en 1939, al final de la Guerra Civil, el dueño del rotativo catalán regresó a Barcelona con los convoyes del ejército nacional, vistiendo uniforme de “requeté”. Aunque también es cierto que durante las casi cuatro décadas de la cacareada “paz de Franco”, la aristocracia de dinero de la Ciudad Condal se fue apartando progresivamente de la molesta y sofocante doctrina del Glorioso Alzamiento Nacional.

La separación resultó ser progresiva, aunque no total. Unas semanas más tarde, el 21 de noviembre, don Juan de Borbón me sorprendió con su “sentido pésame”. “Lo siento mucho por su padre, Mac Liman”. “¿Mi padre, Señor?” “Sí, por el fallecimiento de su padre…”.  “Pero ¡mi padre vive!”  “Se equivoca usted; su padre ha muerto”. Un buen amigo diplomático, monárquico de toda la vida, se encargó en dilucidar el misterio. “¿Viste la portada de La Vanguardia? A Godó se le ha ocurrido titular: HA MUERTO EL PADRE DE TODOS LOS ESPAÑOLES. El Rey (don Juan) está muy molesto con “tu” conde. Podías haberte ahorrado el viaje…”  No me incumbe a mí mentar la hipocresía catalana.

La segunda llamada no me cogió desprevenido. Reconocí la voz de Manolo Velasco, director de CAMBIO 16. “Mira, esto se está acabando. Ve a Lausana y averigua qué opinan los monárquicos. Y de paso, cuéntame cómo se prepara la ruptura”.

Eso… ruptura… Durante la larga agonía del viejo dictador, nadie se atrevió a pronunciar su nombre en las conferencias telefónicas internacionales. La prensa estaba amordazada; el omnipresente servicio de escuchas de la Dirección General de Seguridad se dedicaba a grabar las llamadas con París y Londres, Lausana y Washington.

Joaquín Muñoz Peirats me acogió en el hotel Royal de Ouchy, residencia provisional de don Juan de Borbón en los últimos meses de 1975, tras su precipitada salida de Estoril. “¿Tú también vienes a ver al Rey?”. En efecto, desde su llegada a Suiza, el conde de Barcelona había recibido a numerosas personalidades españolas: monárquicos, liberales, nacionalistas, miembros del Opus Dei. Trato de hacer memoria: ah, ¡sí! y también a un par de futuros ministros socialistas.

Le hablé a Peirats de mi doble y, por consiguiente, ambigua condición de emisario-periodista. Sonrió; le encantaba sonreír. “Descuida: aquí lo único que cuenta es la condición de ser humano, de español, de monárquico, de liberal…”.

Los visitantes del fin de semana empezaron a llegar a la caída de la tarde. Después de la cena se habló de España, del porvenir de la Corona. A puerta cerrada, sin testigos. Quienes acudieron a la cita, a las múltiples citas de aquellas semanas, respetaron durante décadas el pacto de silencio que se habían impuesto voluntariamente.

¿La ruptura? Decididamente, don Juan no parecía dispuesto a avalar un proceso susceptible de provocar nuevos enfrentamientos, de resucitar los traumas del pasado. La tradición liberal de la monarquía aconsejaba apoyarla apertura política, no la ruptura. “Será un proceso largo, complejo y complicado; un ejercicio difícil, que aún no tiene nombre. Pero, ¿qué más da? El nombre es lo de menos”, confesó aquella noche un miembro del consejo privado del conde de Barcelona.

Apertura, cambio, reforma, ruptura, continuísmo. Detrás de cada vocablo había un proyecto concreto, un grupo de personas, una opción política. La mera prudencia aconsejaba disociar la figura de don Juan de Borbón, la institución monárquica de las corrientes existentes en aquel entonces. Tardé más de 48 horas en encontrar una definición a la vez neutra y novedosa, recurriendo a la única palabra jamás pronunciada en los maratonianos conciliábulos de LausanatransiciónEl editor de CAMBIO16, Juan Tomás de Salas, decidió apostar por ella, dedicándole la portada del semanario a finales de noviembre de aquel año. Quienes pertenecen a la generación acostumbrada a leer entre líneas, a escribir entre líneas, recordarán sin duda que en aquel entonces las palabras solían encerrar cargas explosivas.

Washington, abril de 1976. Acompaño a mi colega Rafael Calvo Serer, comentarista político del diario mexicano Excelsior  y, ante todo, enviado de la “Platajunta”, conglomerado de agrupaciones de oposición antifranquista creadas en los últimos meses de 1975, a una de sus habituales citas con el senador Hubert H. Humplhrey, presidente del Comité de Relaciones Internacionales del Congreso de los Estados Unidos. Según él, el contraste era benéfico: de este modo, se estimula el debate.

En efecto; Rafael habla del franquismo, de la dictadura, de la opresión. El viejo político demócrata le interrumpe al cabo de un rato. “Le recuerdo, míster Calvo, que Franco murió hace seis meses”.

“Franco sí, senador; pero el franquismo no. En España aún no hay democracia”, repone el artífice de la coalición de París.

Humphrey me dirige una penetrante mirada inquiridora. “Es cierto, no la hay, pero… pero sí la habrá”, contesto casi sin percatarme.

El senador bajó la cabeza, ensimismado. “En resumidas cuentas, señores, ¿qué convendría hacer para amparar a la joven democracia española?, preguntó tras un largo silencio.

Así nació la young Spanish democracy, hermana pequeña de la transición. Pero lo cierto es que a Hubert Humphrey le debemos mucho más que una mera aportación lingüística a las etapas clave de la historia española; las actas del Congreso desvelan el verdadero alcance de su involucramiento en la larga marcha hacia la democracia.

Quienes pretenden reescribir la Historia, borrar el pasado, deberían recapacitar. Acabar de un plumazo con la Transición (de la que reniegan) equivale al sacrificio del Padre. ¿Algún psiquiatra amigo para desenredar este entuerto?