Elton John se despide en Madrid con la solemnidad de los grandes acontecimientos

Francisco Villanueva

Único concierto de la gira en España. 26 de junio. 12.000 espectadores.
Pabellón WiZink Center de Madrid.

Las canciones tristes, ya lo decía el clásico de nuestro protagonista, cuentan un montón de cosas. Y las que el ilustre Reginald Kenneth Dwight interpretó ayer en el WiZink Center madrileño fueron un prodigio de vigor con trasfondo melancólico. Muchas de las dos docenas de composiciones que incluye invariablemente la gira de despedida de Elton John sobrevivirán de largo a su autor y a cuantos durante tanto tiempo hemos podido disfrutarlas, pero pronunciar un adiós en teoría irreversible siempre constituye un mal trago. Y así, entre la emoción evidente y el resignado desconsuelo, oscilaron anoche los ánimos para los más de 12.000 espectadores que agotaron el papel en el único concierto español del autor de Your Song. Una fecha para la historia: la noche en que el adiós al camino de los ladrillos amarillos se convirtió en un hasta siempre.

Había comparecido el amigo Elton en el escenario a las 21.01, que para eso presume de ser made in England, y se nos personó esta vez con un atuendo moderadamente discreto para sus estándares: gafotas de pasta negra con destellos azulados y un chaqué oscuro pero salpicado de lentejuelas en mangas, solapas y alguna que otra franja más. Una escandalera en el cuerpo de cualquier otro, un prodigio de comedimiento en su caso. Porque su Farewell Tour resulta ser eminentemente colorista, cromático, musculoso. Presenta un escenario pomposo como el de un musical y, sobre todo, un repertorio huracanado, arrollador y vivaz. Salvo los tres éxitos más evidentes de los ochenta y la presencia testimonial de Believe, fechada en 1995, todo lo que ayer abrumó a los aficionados madrileños se remontaba al periodo prodigioso entre 1970 y 1977. Años prósperos e indiscutibles, páginas para la historia.

John sacó pecho de su legado con el convencimiento de quien distingue lo esencial de lo accesorio y la solvencia artística del que ha alcanzado los 74 años en perfecto estado de revista. El de Middlesex se ahorra solo algunas notas endiabladamente agudas, como las del estribillo de Tiny Dancer o el famoso “Oh, no, no, no” en Rocket Man, pero en todo lo demás arriesga, se expone, mira al espectador de frente. “Gracias por comprar una entrada. Espero que les guste lo que vean y escuchen”, habla avisado con la solemnidad de los grandes acontecimientos. Contaba con la mejor predisposición del mundo en las gradas, pero esta resulta ser, de largo, la mejor gira que le hemos visto al Elton maduro por estos pagos.

La banda es de etiqueta, no ya por apariencia, sino por prestaciones. El gran jefe ha querido reforzar esta vez la batería con dos percusionistas adicionales, lo que dispara la pompa, la circunstancia y no digamos ya los decibelios. A la grandeza intrínseca de las canciones (con Indian Sunset o Levon como infiltradas fabulosas entre las más míticas) se le suma el énfasis y la apoteosis de la ocasión. Elton aplica las grandes enseñanzas del pop adulto, el rock de estadio y el progresivo, la música negra o el góspel. Y de vez en cuando se regala generosas codas instrumentales, como en Rocket Man, para acariciar el éxtasis colectivo.

La noche se presentó tan ardorosa que hasta en los ocasionales momentos solistas (Border Song, Candle In The Wind) se basta nuestro amigo Dwight para prolongar una veneración casi incompatible con el pestañeo. John aprovecha esta última para mostrar el funcionamiento de los rieles con los que su piano de cola surca todo el escenario, de este a oeste. Y a su término aprovecha para renovar vestuario (chaqueta azul celeste, gafitas rosas) y abordar la monumental Funeral For A Friend / Love Lies Bleeding, su más firme aproximación a la hipérbole.

Todos hemos tenido alguna vez la tentación de hacer un chascarrillo a costa de Elton John. Por el funeral de Lady Di, por la banda sonora de El rey león, por aquellas pelucas de cortesano dieciochesco, por esas manos rechonchas que parecen las menos apropiadas para sentarse frente un piano. Ayer, en el momento de la generosa despedida (dos horas y 40 minutos), solo entraban ganas de proceder al agradecimiento o a la lágrima. Ahora que hemos dejado aparte las bromas, será imposible sustraerse a la idea de que, le vamos a echar de menos.

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