Bosquejo

Artwork: Isabel Chiara
por Richard Villalón

 

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Descubrí mi aspecto de monstruo en un teatro de pueblo, cuando un niño pasó de llorar, a quedarse pasmado, electrificado en su sorpresa. Su babita densa, sus mocos a medio salir, su pantaloncito blando, transformado por el uso en panza gris de rata, llenaban de pánico a las solteronas de su pueblo, lugar-locura con curas demócratas hasta llegada la hora de comer. Engullendo manjares regalados, bonos comprando parcelas en futuros cielos imaginados. Mientras la calle acertaba a toser hambres antiguas a manera de yeguas dibujadas nocturnamente en las paredes de un único andén. Esas trepidantes imágenes hiperrealistas, igual a fotogramas, pasaron a mil por hora por delante de mis pupilas dilatadas, capaces de receptar- como una mosca con mil anteojos- la realidad inmediata, en una velocidad superior a un tren viajando contra el silencio del sonido. Así descubrí mi monstruosidad.

Con su estupefacción y mi embriaguez descubrí mis cien pies, doce brazos, lengua de neón. Mi sombra descalza en medio de una bizarra jaula de luz, pelos saliendo como catarata hacia el espacio nimbado, arcaico y violeta propio de la luz espejada. Mis ojos tristes fingiendo reírse de la soledad y esa voz convertida en puente cada cierta hora, trazaban un muro para protegerme, danzando aterido dentro del alcohol cuasi perfecto del aplauso… 

No saben Uds. lo útil que resulta ser monstruoso. Incluso quienes te odian frenéticamente los asola  Descubrí mi aspecto de monstruo en un teatro de pueblo, cuando un niño pasó de llorar, a quedarse pasmado, electrificado en su sorpresa. Su babita densa, sus mocos a medio salir, su pantaloncito blando, transformado por el uso en panza gris de rata, llenaban de pánico a las solteronas de su pueblo, lugar-locura con curas demócratas hasta llegada la hora de comer. Engullendo manjares regalados, bonos comprando parcelas en futuros cielos imaginados. Mientras la calle acertaba a toser hambres antiguas a manera de yeguas dibujadas nocturnamente en las paredes de un único andén. Esas trepidantes imágenes hiperrealistas, igual a fotogramas, pasaron a mil por hora por delante de mis pupilas dilatadas, capaces de receptar- como una mosca con mil anteojos- la realidad inmediata, en una velocidad superior a un tren viajando contra el silencio del sonido. Así descubrí mi monstruosidad.

Con su estupefacción y mi embriaguez descubrí mis cien pies, doce brazos, lengua de neón. Mi sombra descalza en medio de una bizarra jaula de luz, pelos saliendo como catarata hacia el espacio nimbado, arcaico y violeta propio de la luz espejada. Mis ojos tristes fingiendo reírse de la soledad y esa voz  convertida en puente cada cierta hora, trazaban un muro para protegerme, danzando aterido dentro del alcohol cuasi perfecto del aplauso…

No saben Uds. lo útil que resulta ser monstruoso. Incluso quienes te odian frenéticamente los asola nuestro recuerdo al fondo de sus tazas de té, en la espuma de sus cervezas delirantes mientras inventan extrañas nuevas formas para matarte.

Un monstruo duerme moviendo la cola. Deja rezando a los demás, quienes evitan despertarlo implorando riesgosos desencajes, monótonos hasta el automatismo. Escucha sesgadamente la verdad, se revuelve en su charco de lágrimas. Su grandeza tardíamente descubre la minúscula talla de los imperceptibles, sus corazones de gallina en cuerpos de dinosaurios, negando la belleza brutal. Su sexo raspando con filos de vidrio astillado. Es verdad, a los monstruosos nos rompen las ventanas por las madrugadas, negándonos trabajo, nos quitan de las listas blancas agregándonos en aquellas donde generalmente se acaba en un horno crematorio, en un pozo ciego o en una banqueta en la madrugada de aquel purgatorio con olor a desorbitada existencia. Los monstruos vivimos soñando en ser agradables. Nos fascina averiguar ¿Cuál camisa conjuga con las noticias de un desahucio imprevisto? ¿Qué tenedor de plata escoger para arrancarle los ojos a ese hijo de puta que
va de normal? ¿Cuándo una mujer se vuelve mala y cuando es mala una mujer? Un monstruo es esa gota que queda mojando las manos cuando la vejez insiste en mear. La botellita de perfume echado a perder, los cajones revueltos en las casas de quienes por las guerras, tuvieron que partir con su único e inaudito disfraz. Exiliados, desplazados, cargando pasaportes húmedos de niebla, sus gargantas secas, dentro de barcos perseguidos para hundirlos en la infinita profundidad del mar que resulta ser el olvido.

Es bestial el telediario con su maquillaje propicio para la exageración, el pavor saliendo del
televisor cuando nadie acaba por ponerse de acuerdo. Los fatídicos guardianes de la  Constitución usándola como manual de auto ayuda financiando el desempleo general. Mil heréticas hectáreas de tierras quemadas, la sofisticación de un arma haciendo morir a los mortales al evitarles cagar.

Luego pregunten, quién es más monstruoso a la hora de matar colibrís con escupitajos, a la hora de sembrar el miedo como una enredadera en el corazón de los niños, la especialización para crear caos en las tormentas partiendo de una taza de agua. ¡Eso es el sello de la monstruosidad!

Me acuso de haberle robado a ciertos hombres, el niño que habitaba en su bragueta. Haberlos sumergido con cantos de sirena en la oquedad de mi cuerpo mal lubricado, haberlos tratado como nadie haciéndome el monstruo sibilante de sus “nuncas”. Me sacaban fotos para hacerlas amuleto. Me besaban con saliva llena de vellos, pezones duros como escobas, huevos flexibles como huevos de serpiente. Soy el monstruo que aparece en la nevera cuando una cebolla se ha comido la frescura del mango y el corazón de vaca ha devastado a mordiscos secos la ternura inaudita de un durazno enlatado. Un señor cuya madrugada galopa unicornios maullando con rumor de gatos de azotea. Aquel que supo
reír cuando le tocaba llorar, cuando la furia caminaba dentro de su esfera de tinieblas atravesando carreteras extraviadas y una piedra destrozaba cristales para declarar las muertes de sus amigas pretéritas.

Un monstruo simple que aprendió a cantar cuando el silencio cercaba con sus manitos de hiedra las ventanas, las paredes de una infancia a prueba de familias felices hasta la promiscuidad. Fui aquel niño, cuyos compadres de su padre, lo ponían en la parte trasera de los coches para babearlo como quien encera una bala antes de asesinar a un hombre lobo, lamerlo con las pupilas lilas llenas de Chivas Regal (25 años etiqueta plateada), sacándolo de la niñez con el placer de superar la mierda, convirtiéndola en la obsesión dorada que Midas ansiaba para él. Aprendí que los hombres palpitan en sus testículos, suponiendo un planeta lleno de orificios para hacerlos suyos, como quien acierta de chiripa dar en la diana o matar un elefante en una India llovida por polvos coloridos y ojos blanquísimos, como aquellos dientes que mueren sin aprender a masticar.

Cada cual es monstruo a su manera, nada cae por azar. Somos piezas encajando, negruras
deambulando, buscando cuerpos atinados, ramitas de perejil para sopas estrambóticas, agua de llantén para aquietar cebaduras en los pies. Las llaves de la tranquilidad las guardan los monstruos. 

¡Soy un monstruo, invítame a bailar! Nuestro recuerdo al fondo de sus tazas de té, en la espuma de sus cervezas delirantes mientras inventan extrañas nuevas formas para matarte.

Un monstruo duerme moviendo la cola. Deja rezando a los demás, quienes evitan despertarlo implorando riesgosos desencajes, monótonos hasta el automatismo. Escucha sesgadamente la verdad, se revuelve en su charco de lágrimas. Su grandeza tardíamente descubre la minúscula talla de los imperceptibles, sus corazones de gallina en cuerpos de dinosaurios, negando la belleza brutal.

Su sexo raspando con filos de vidrio astillado. Es verdad, a los monstruosos nos rompen las ventanas por las madrugadas, negándonos trabajo, nos quitan de las listas blancas agregándonos en aquellas donde generalmente se acaba en un horno crematorio, en un pozo ciego o en una banqueta en la madrugada de aquel purgatorio con olor a desorbitada existencia. Los monstruos vivimos soñando en ser agradables. Nos fascina averiguar ¿Cuál camisa conjuga con las noticias de un desahucio imprevisto? ¿Qué tenedor de plata escoger para arrancarle los ojos a ese hijo de puta que va de normal? ¿Cuándo una mujer se vuelve mala y cuando es mala una mujer? Un monstruo es esa gota que queda mojando las manos cuando la vejez insiste en mear. La botellita de perfume echado a perder, los cajones revueltos en las casas de quienes por las guerras, tuvieron que partir con su único e inaudito disfraz. Exiliados, desplazados, cargando pasaportes húmedos de niebla, sus gargantas secas, dentro de barcos perseguidos para hundirlos en la infinita profundidad del mar que resulta ser el olvido.

Es bestial el telediario con su maquillaje propicio para la exageración, el pavor saliendo del televisor cuando nadie acaba por ponerse de acuerdo. Los fatídicos guardianes de la Constitución usándola como manual de auto ayuda financiando el desempleo general. Mil heréticas hectáreas de tierras quemadas, la sofisticación de un arma haciendo morir a los mortales al evitarles cagar.

Luego pregunten, quién es más monstruoso a la hora de matar colibrís con escupitajos, a la hora de sembrar el miedo como una enredadera en el corazón de los niños, la especialización para crear caos en las tormentas partiendo de una taza de agua. ¡Eso es el sello de la monstruosidad!

Me acuso de haberle robado a ciertos hombres, el niño que habitaba en su bragueta. Haberlos sumergido con cantos de sirena en la oquedad de mi cuerpo mal lubricado, haberlos tratado como nadie haciéndome el monstruo sibilante de sus “nuncas”. Me sacaban fotos para hacerlas amuleto.

Me besaban con saliva llena de vellos, pezones duros como escobas, huevos flexibles como huevos de serpiente.

Soy el monstruo que aparece en la nevera cuando una cebolla se ha comido la frescura del mango y el corazón de vaca ha devastado a mordiscos secos la ternura inaudita de un durazno enlatado. Un señor cuya madrugada galopa unicornios maullando con rumor de gatos de azotea. Aquel que supo reír cuando le tocaba llorar, cuando la furia caminaba dentro de su esfera de tinieblas atravesando carreteras extraviadas y una piedra destrozaba cristales para declarar las muertes de sus amigas pretéritas.

Un monstruo simple que aprendió a cantar cuando el silencio cercaba con sus manitos de hiedra las ventanas, las paredes de una infancia a prueba de familias felices hasta la promiscuidad. Fui aquel niño, cuyos compadres de su padre, lo ponían en la parte trasera de los coches para babearlo como quien encera una bala antes de asesinar a un hombre lobo, lamerlo con las pupilas lilas llenas de Chivas Regal (25 años etiqueta plateada), sacándolo de la niñez con el placer de superar la mierda, convirtiéndola en la obsesión dorada que Midas ansiaba para él. Aprendí que los hombres palpitan en sus testículos, suponiendo un planeta lleno de orificios para hacerlos suyos, como quien acierta de chiripa dar en la diana o matar un elefante en una India llovida por polvos coloridos y ojos blanquísimos, como aquellos dientes que mueren sin aprender a masticar.

Cada cual es monstruo a su manera, nada cae por azar. Somos piezas encajando, negruras deambulando, buscando cuerpos atinados, ramitas de perejil para sopas estrambóticas, agua de llantén para aquietar cebaduras en los pies. Las llaves de la tranquilidad las guardan los monstruos.

¡Soy un monstruo, invítame a bailar!


 

® Richard Villalón

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