Argentina: el peronismo y el reto de sanar un tejido social muy golpeado

por David Copello

El 10 de diciembre, el peronismo regresará al poder en Argentina de la mano de Alberto Fernández después de pasar cuatro años en la oposición. Esta corriente política nacional-popular y barroca, que ha ganado la mayoría de las elecciones argentinas desde el retorno a la democracia en 1983, se caracteriza por una gran plasticidad, inclinándose hacia la derecha o hacia la izquierda según las circunstancias. Su extrema diversidad ideológica interna es a menudo difícil de captar desde el extranjero. ¿Cómo caracterizar entonces al futuro gobierno argentino?

Un kirchnerismo en repliegue, pero poderoso

En el futuro equilibrio de poder, los partidarios de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner encarnan un papel clave. Sucesora de su marido Néstor Kirchner (2003 – 2007), encarnó un peronismo orientado hacia la izquierda.

Durante sus dos mandatos al frente del país (2007 – 2011; 2011 – 2015), se promovió la nacionalización de empresas estratégicas (YPF, Aerolíneas Argentinas), se impulsaron políticas redistributivas dirigidas a las clases populares, una política de memoria muy activa y se estableció una fuerte proximidad diplomática con los gobiernos latinoamericanos de la llamada izquierda “bolivariana” (Venezuela, Bolivia, Ecuador).

Sin embargo, los doce años de gobierno kirchnerista estuvieron marcados por un desgaste y conflictos crecientes, particularmente con los sectores más conservadores del peronismo.

Tras la derrota en las elecciones de 2015, el kirchnerismo emprendió un proceso de autonomización respecto al Partido Justicialista (que incluye a la mayoría de los peronistas “clásicos”, más conservadores) mediante la creación de una plataforma electoral independiente (Unidad Ciudadana). Pero el peronismo dividido fracasó en las elecciones legislativas intermedias de 2017, y desde entonces se ha observado un acercamiento gradual entre ambos sectores.

En el período previo a las elecciones presidenciales de 2019, Cristina Fernández de Kirchner parecía ser la candidata natural del kirchnerismo. Frente a Mauricio Macri, permitía garantizar un mínimo de votos muy alto, al fidelizar a los electores kirchneristas del período anterior. Pero también generaba un fuerte rechazo entre el resto de los opositores al gobierno, lo que limitaba mucho las posibilidades de victoria, como mostraba la gran mayoría de las encuestas preelectorales.

En mayo de 2019, a pocas semanas de la presentación de las candidaturas oficiales, la situación se desbloqueó con una jugada muy audaz de C. Kirchner, quien anunció que sólo se postularía para la vicepresidencia, acompañada por Alberto Fernández como candidato a presidente. Para asegurar una victoria ante el macrismo debilitado por la crisis económica, el kirchnerismo optó por un repliegue voluntario, apoyándose en un peronista visto como moderado y crítico de la acción pasada de Cristina Kirchner.

Con esta base, Alberto Fernández pudo ampliar el abanico de sus partidarios en la carrera presidencial. Consiguió el apoyo del Partido Justicialista y logró reunir a la mayoría de los peronistas que se habían alejado paulatinamente de C. Kirchner. Dentro de la coalición del Frente de Todos, el kirchnerismo, sin embargo, conserva un fuerte peso parlamentario (70 diputados y el control del Senado) y un importante poder territorial, en particular a través de Axel Kicillof, un kirchnerista “puro” no afiliado al partido peronista, elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires en primera vuelta con el 52% de los votos, también el 27 de octubre.

Se trata de la provincia más importante del país, con un tercio de la población y un tercio del PIB nacional. En Argentina, siendo un estado federal, controlar la Provincia de Buenos Aires resulta clave para asegurar la gobernabilidad: si A. Fernández quiere una presidencia estable, tendrá que preservar el apoyo de los sectores más kirchneristas de su coalición.

Ir y venir de Alberto Fernández

Más allá del kirchnerismo, A. Fernández también tendrá que lidiar con la muy diversa gama de simpatizantes que conforman la coalición del Frente de Todos. En ella conviven una multitud de organizaciones kirchneristas y pequeñas estructuras de centro-izquierda y de izquierda (incluyendo comunistas y maoístas), así como los sectores más conservadores del peronismo, afiliados al Partido Justicialista, el Frente Renovador de Sergio Massa, o que responden a los gobernadores de las provincias del interior del país y a la Confederación General del Trabajo.

Fernández en el colegio electoral. AP Photo/Gustavo Garello

Para hacer frente a esta diversidad, A. Fernández cuenta con una experiencia innegable, forjada a lo largo de más de treinta años de actividad política, durante las cuales ocupó posiciones muy diversas en el arco ideológico argentino. Activista desde su adolescencia en los sectores juveniles del peronismo, trabajó sin embargo en el Ministerio de Economía en la década de 1980, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, miembro de la Unión Cívica Radical (opositora histórica del peronismo).

En los años 90, bajo la presidencia neoliberal del peronista Carlos Menem, ocupó diversos cargos en la alta administración política, para luego unirse al partido de Domingo Cavallo, ex ministro de Economía de Menem.

En los años siguientes, se sumó a los equipos de trabajo de Néstor Kirchner, sobre una base mucho más social y progresista. Cuando este último ganó las elecciones presidenciales en 2003, A. Fernández se convirtió en su jefe de gabinete, cargo que mantuvo bajo la presidencia de C. Kirchner después de 2007.

En 2008, tras un conflicto con el sector agrícola, renunció a sus funciones y entró en disidencia con el kirchnerismo.

En 2015 fue director de campaña para el peronista conservador Sergio Massa en las elecciones presidenciales, y luego para el Partido Justicialista en las elecciones intermedias de 2017.

En 2018 tuvo lugar un acercamiento con C. Kirchner: A. Fernández se convirtió en su portavoz, antes de ser propulsado a la cabeza de la boleta presidencial, con un programa de centro-izquierda antiausteridad.

Dotado de una capacidad de diálogo innegable, Alberto Fernández posee la experiencia adecuada para manejar las tensiones que inevitablemente surgirán dentro de la coalición ganadora. Al no tener mayoría propia en la Cámara de Diputados, aquellas cualidades serán aún más necesarias: para hacer aprobar sus reformas, el gobierno se verá obligado a negociar con otros partidos minoritarios o con eventuales disidentes del macrismo.

Un panorama difícil

En ese sentido, la mayor prioridad del nuevo presidente electo será encontrar una salida para la catastrófica situación económica dejada por cuatro años de gobierno liberal. Argentina entró en recesión hace dos años, y tiene una tasa de inflación cercana al 54%, una de las más altas del mundo (detrás de Venezuela y Zimbabwe).

La pobreza, que ha venido creciendo fuertemente desde 2018, afecta ahora a 15,9 millones de personas –una cifra que probablemente irá aumentando de hasta finales de año tras la devaluación del peso en agosto.

Desde este punto de vista, el programa económico de A. Fernández tiene rasgos de centroizquierda bastante claros, exhibiendo una voluntad de recuperar el rol del Estado en la economía nacional. Durante la campaña, se hizo hincapié en la necesidad de acabar con las políticas de austeridad del gobierno anterior, promover tasas de interés más bajas para impulsar el consumo, fomentar el desarrollo industrial y las exportaciones.

Para llevar a cabo semejante programa, el nuevo presidente tendrá que renegociar las condiciones del préstamo histórico (57.000 millones de dólares) contraído con el FMI en 2018. Esta difícil tarea, entre muchas otras, es uno de los principales retos que enfrentará el equipo de Alberto Fernández. Su éxito es clave para poder sanar un tejido social muy golpeado.


David Copello, Chercheur en Science Politique, Sciences Po – USPC
Artículo publicado del francés por

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